Por supuesto. Somos su herencia. Narramos en tiempos pre-convulsivos, la vida cotidiana que anticipa la catástrofe.
Nuestros bronquios sangran los bacilos de una enfermedad de occidente (Brynildsrud O, et als., 2018) y somos kashtanska, perdidos de nuestro amo, haciendo payasadas en cualquier circo y buscando nuestro sitio original.
Seguimos creyendo en la voz de la palabra narrada, en el fractal que cada hecho organiza y esa voz chéjoviana, abanderada con los bosques, las burbujas de la última copa, los presos de la isla de Sajalino, esa voz nos acompaña, nos retorna a su única y poderosa voz hemoptoica.
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